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Provincias Unidas vs pasión, polarización y relato, con un ojo en el humor social y lo que se viene en el Congreso

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Provincias Unidas: el experimento que no alcanzó. En política, los inventos federales suelen tener finales porteños. Provincias Unidas nació con la idea de equilibrar el mapa, devolverle voz al interior y ofrecer una alternativa “racional” frente a los extremos. Pero el domingo quedó claro que la Argentina votó otra cosa: pasión, polarización y relato. El espacio que agrupa a los gobernadores del centro y del norte –Pullaro, Llaryora, Morales, Sáenz, entre otros– terminó pagando caro su ambigüedad. No fue oposición frontal ni oficialismo dialoguista. Jugó a ser árbitro en un país que ya eligió a sus contendientes. Provincias Unidas quiso encarnar la idea de un federalismo moderno, con gestión, moderación y “sentido común”. Pero la campaña fue un catálogo de matices. En un escenario dominado por Milei y el kirchnerismo residual, el votante no busca sutilezas: busca identidad. El mensaje de los gobernadores sonó correcto, pero sin temperatura. Mientras Milei hablaba de libertad y Cristina de resistencia, Provincias Unidas ofrecía “previsibilidad”. Y la previsibilidad, en tiempos de vértigo, a juzgar por los magros resultados conseguidos, no conmueve a nadie. El derrumbe también se explica por el voto útil. En las últimas semanas, buena parte del electorado moderado migró hacia La Libertad Avanza, convencido de que era la única fuerza capaz de frenar al kirchnerismo. La ola violeta se llevó puestos a los federales, a los socialdemócratas y a cualquier intento de tercera vía.

 

 

El proyecto nació en las provincias, pero terminó sin provincia que lo defienda. Ni Santa Fe ni Córdoba lograron proyectar su modelo al plano nacional. Pullaro y Llaryora hicieron buena letra en sus distritos, pero el voto local no se tradujo en adhesión nacional. En la Argentina contemporánea, la política se nacionalizó a fuerza de pantallas: los que no logran instalarse en el ‘prime time’ desaparecen. Paradójicamente, Provincias Unidas competía por el mismo votante que Milei terminó conquistando: el ciudadano antikirchnerista, antiestablishment, cansado de la rosca eterna. El libertario lo sedujo con la furia que a los federales les faltó. Mientras los gobernadores hablaban de “institucionalidad”, Milei gritaba “casta”. Y en la Argentina de hoy, al parecer, el grito vende más que el argumento. El futuro del espacio es incierto. Algunos de sus dirigentes ya tejen puentes con el oficialismo; otros analizan reconstruir una oposición provincialista de baja intensidad. Pero lo que quedó claro es que el experimento de Provincias Unidas no alcanzó para romper la grieta, sino que terminó confirmándola. Pese a todo, Provincias Unidas, tras obtener en las elecciones del domingo un total de 1.766.000 votos, lo que representa un 7.3% a nivel nacional, se convirtió en tercera fuerza luego de LLA y FP. El bloque legislativo que conformará Provincias Unidas alcanzará un total de 20 diputados a partir del 10 de diciembre, contando los que están y los 8 que fueron electos el 26 de Octubre.

 

 

“El pueblo argentino justificó nuestra confianza en él”, dijo el lunes el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, al felicitar a Javier Milei. En el poder real –ese que no se vota pero define rumbos– el resultado del domingo se leyó como una buena noticia. Washington, Wall Street y los organismos multilaterales levantaron la ceja y sonrieron: Milei salió fortalecido, el Congreso será más previsible y el “riesgo Argentina” tiende a bajar. Desde hace semanas, el vínculo entre Buenos Aires y Washington dejó de ser diplomático para volverse estratégico, dicen en la Casa de Gobierno. En la Casa Blanca repiten que Milei “cumple”: orden fiscal, apertura de mercados, alineamiento geopolítico y un discurso prooccidental sin matices. En la era de las ambigüedades latinoamericanas, la claridad ideológica es un valor de exportación. El Presidente no oculta su sintonía con la administración norteamericana. En los pasillos del Departamento de Estado se reconoce su “vocación reformista”, aunque el entusiasmo no es solo ideológico: detrás hay negocios. Estados Unidos ve en la Argentina un proveedor confiable de energía, litio y alimentos, y una oportunidad de inversión en infraestructura y tecnología. El plan de estabilización –bajo el paraguas del Tesoro y con guiños del FMI– se sostiene sobre ese puente.

 

 

En paralelo, Milei teje relaciones directas con empresarios y fondos de inversión. Las señales son claras: menos impuestos, menos regulaciones, menos conflicto. El Presidente insiste en que “el ajuste fuerte fue en 2024”. Y en parte tiene razón. El déficit se achicó, las cuentas se ordenaron y la inflación empezó a ceder, aunque todavía a costa de recesión y salarios planchados. Pero ahora, con mayoría legislativa y aire político, viene la segunda fase del experimento: la agenda promercado. La reforma impositiva –que buscará simplificar el sistema y reducir la presión fiscal– es la pieza central del nuevo tablero. La modernización laboral, en paralelo, apunta a formalizar el empleo sin “anclas sindicales”. En el relato oficial, ambas son las llaves para volver a crecer. En Washington lo celebran. En la CGT y en muchos sindicatos lo miran con recelo. Los gobernadores saben que un modelo centrado en la inversión privada puede dejarlos sin obra pública ni margen de gasto. Pero por ahora callan: el viento sopla desde el norte y Milei tiene el timón.

 

 

La noche del triunfo, el Presidente lo dijo sin rodeos: “El cuco kirchnerista está cada vez más lejos”. Traducido al idioma de los mercados: menos incertidumbre política, menos prima de riesgo, más crédito. El dólar paralelo cedió unos puntos y los bonos rebotaron. Nada estructural todavía, pero suficiente para alimentar la narrativa de que el rumbo está validado por las urnas. El establishment financiero lo interpreta como un punto de inflexión: si el Gobierno logra aprobar las reformas y sostener el equilibrio fiscal, el escenario 2026 podría ser de crecimiento con estabilidad. Claro que esa proyección depende de una palabra clave: confianza. Y en la Argentina, la confianza dura lo que una semana de calma cambiaria. La luna de miel con los mercados puede durar algunos meses. Luego, llegará el desafío real: transformar la estabilidad en prosperidad. Si los salarios no reaccionan y el consumo sigue planchado, el humor social puede cambiar rápido. Milei lo sabe y por eso acelera el capítulo de la inversión extranjera como reemplazo del gasto público. Mientras tanto, Estados Unidos acompaña no solo por convicción, sino por necesidad: prefiere una Argentina previsible, alineada y sin sobresaltos en el Cono Sur. La pregunta que queda abierta es si esa sintonía estratégica se traduce en beneficios para el país o si, como tantas veces, terminamos celebrando que nos presten la lapicera para firmar nuestras propias condiciones. Milei promete una nueva Argentina integrada al mundo. Washington, de momento, ya hizo su apuesta.

 

 

Lo que viene. En los pasillos del Congreso ya se escucha el nuevo mantra oficial: “modernizar las relaciones laborales”. La palabra “flexibilización”, claro, quedó prohibida. Nadie quiere invocar fantasmas de los noventa. Pero el proyecto de ley que el Gobierno prepara –rebautizado con tono emprendedor como Ley de Promoción de Inversiones y Empleo– apunta precisamente ahí: a mover las viejas estructuras del trabajo argentino, con un ojo en las pymes y otro en los tribunales laborales. El texto, impulsado por la diputada libertaria Romina Diez, reescribe buena parte de la Ley de Contrato de Trabajo. Entre los pasillos de Balcarce 50 juran que no se trata de una reforma “contra” los trabajadores, sino de una “puesta al día”. Aunque en esa traducción al lenguaje real, el empleador gana elasticidad y el empleado pierde certezas.

 

 

El proyecto permite, por ejemplo, modificar modalidades de trabajo mientras no se alteren “aspectos esenciales del contrato”. Un concepto lo suficientemente elástico como para incluir casi todo. También redefine las jornadas, habilita los bancos de horas y establece un mínimo de 12 horas de descanso entre turnos, un detalle que suena más a declaración de principios que a control efectivo. Las vacaciones también se adaptan al nuevo tiempo: se podrán fraccionar en tramos de una semana, y los trabajadores casados o en pareja que compartan empleador podrán pedirlas juntos. La promesa de ver el mar “al menos una vez cada dos años” queda escrita en el papel. En materia de indemnizaciones, la novedad es que las micro, pequeñas y medianas empresas podrán pagarlas en 12 cuotas. Y el viejo talismán del juicio laboral también cambia de forma: los abogados no podrán quedarse con más del 20 % del monto y los intereses se ajustarán al IPC más un 3 % anual.

 

 

El Gobierno promete además un premio fiscal para quien contrate: un bono de crédito que cubrirá entre el 25 % y el 100 % de las cargas según el tamaño de la empresa. El beneficio rige solo si la nómina crece y si el trabajador no tuvo empleo formal en los últimos tres meses. Es decir, se intenta abrir la puerta a los que hoy están afuera del sistema. También hay capítulos menores pero no inocentes: redefinición del régimen agrario, cambios en los recibos de sueldo (se podrá pagar en efectivo o por medios digitales) y precisiones sobre qué beneficios sociales no se consideran remunerativos (comidas, útiles, celular, internet). El resultado final es un texto que parece escrito con dos manos: una económica, que busca alivianar costos y litigios; y otra política, que intenta vestir de “modernización” una flexibilización largamente esperada por el empresariado. En el fondo, el dilema es viejo. Cada gobierno, tarde o temprano, llega a la misma esquina: ¿cómo incentivar la creación de empleo sin tocar los derechos que lo protegen? La respuesta, como siempre, dependerá menos de la letra de la ley que de la correlación de fuerzas en el Congreso… y de lo que diga la calle.

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